diumenge, 12 de febrer del 2012

La sucesión de Tiberio

Finalizamos con este artículo la serie que empezamos sobre los camafeos y que inició su recta final con el primer artículo dedicado al Gran Camafeo de Francia, al que siguió un segundo con el que ahora enlazamos.

En ese último post se intentó establecer la identidad de los personajes que aparecen en la mencionada joya, pero se dejó claro que eso no constituía más que un primer paso, puesto que, para entender el significado de la imagen que nos muestra el camafeo en su conjunto es necesario recordar la situación política de aquellos años y, aún más, la problemática dinástica.

En el año 4, Augusto había adoptado al hijo de su mujer Livia, Tiberio; este, a su vez, se vio obligado a adoptar a Germánico, hijo de su hermano Druso el Mayor. El sentido de la doble adopción estaba claro: asegurar una sucesión a largo plazo y darle una posición de preferencia a Germánico, marido de Agripina, descendiente directa de Augusto. De este modo, después de la muerte de Tiberio, el poder hubiera pasado, según el plan diseñado por el propio Augusto, a manos de Germánico y no a las del hijo de Tiberio, Druso el Menor. Pero este plan nunca llegaría a buen fin: en el 17, Tiberio encargó a Germánico restablecer el orden en las provincias orientales. Cuando la operación no había hecho más que empezar, en el 19, Germánico enfermó y murió en pocos días; a Tiberio, que entonces superaba los sesenta, se le presentaban diversas posibilidades: su propio hijo Druso, colocado el segundo en la línea sucesoria por Augusto, o dar preferencia a los hijos de Germánico, descendientes directos de Augusto por parte de madre. Un hecho da a entender que Tiberio optó por la primera de las posibilidades: en el 23, fue acuñada una moneda con el retrato de Druso en la que había una inscripción que subrayaba el vínculo genealógico _Druso César, hijo de Tiberio Augusto, nieto del Divino Augusto. Quizá Tiberio se disponía a presentar oficialmente a Druso como su sucesor, pero este murió pocos meses después de la emisión de la moneda. Solo quedaban los hijos de Germánico y Tiberio parece que tomó partido en este sentido: antes incluso de los funerales por Druso, Tiberio consoló a los senadores y en palabras de Tácito, Anales 4, 8, 3-5, lamentó la juventud de sus nietos (los hijos gemelos de Druso y Livila), el declinar de su propia edad y pidió que fuesen introducidos los hijos de Germánico, único alivio a sus presentes congojas. Salen los cónsules, consuelan con sus palabras a aquellos jovencitos y los acompañan ante el César, quien, tomándolos de la mano, exclama: Padres conscriptos, estos huérfanos de padre yo los he confiado a su tío, implorándole […] que los quiera como si fuesen de su propia sangre y los eduque por sí mismo y por sus descendientes. Faltándome Druso, a vosotros dirijo estas peticiones, a vosotros a quienes públicamente elevo, en nombre de los dioses y de la patria, este ruego: a los biznietos de Augusto, a los descendientes de tan ilustres antepasados, acogedlos, guiadlos, cumpliendo vuestro oficio y el mío. Y dirigiéndose a Nerón y Druso, añadió: estos adoptarán para vosotros el papel de padres; la condición en la que nacisteis es tal que todo lo que os ocurre, bueno o malo, afecta al interés del Estado.

Las palabras de Tiberio, solemnes y llenas de pathos, están, sin embargo, vacías de significado. Exhorta al Senado a adoptar a los hijos de Germánico, pero ¿qué significa que un órgano colectivo como el Senado adopte el papel de padre? Mucho más claro hubiese sido que Tiberio mismo los adoptara, como hizo Augusto con Cayo y Lucio César después de la muerte de Agripa, pero no lo hizo. Probablemente, además, la mayoría de los Senadores interpretó sus palabras como una clara investidura y vieron en ellas el deseo de Tiberio de que Nerón y Druso fuesen considerados como sus futuros herederos. Interpretación que pronto se reveló como prematura. Al inicio del año 24, los pontífices y otros sacerdotes incluyeron los nombres de Nerón y Druso en la plegaria ritual de fin de año por la salud del Príncipe. Este reaccionó inmediatamente y con inesperada violencia, como si haber asociado a su nombre el de Nerón y Druso constituyese una afrenta. Tiberio hizo llamar a los pontífices y duramente les apostrofó si por casualidad habían cedido ante los ruegos y amenazas de Agripina. En otras palabras: Tiberio sospechaba una intriga contra él y veía como probable instigadora del mismo a Agripina. Más tarde, en el Senado, Tiberio insistió todavía sobre el hecho para advertir que en el futuro nadie se permita exaltar con honores prematuros el ánimo de los jóvenes, fácilmente excitable, a la soberbia (Tác. An. 4, 17,1). Estas palabras devolvían a los hijos de Germánico al orden y dejaban privada de fundamento cualquier especulación sobre la sucesión al trono.

Esta situación de incertidumbre no cambió. Tiberio (como ningún otro emperador) se negó obstinadamente a designar un sucesor, dejando la cuestión en suspenso durante años. Aún más, en el 35, a los 76 años de edad, dos años antes de morir, redactó un testamento en el que nombraba, no uno, sino dos herederos de su patrimonio privado (y, por tanto, parece que dos también en el plano político): el más joven de los hijos de Germánico, Calígula, y su nieto Tiberio Gemelo, hijo de Druso, negándose también en esta ocasión a dar preferencia a uno u otro. Este continuo y obstinado rechazo a tomar partido ha sido interpretado frecuentemente como un signo de debilidad, en cambio, según el autor de este estudio, el profesor Luca Giuliani, era más bien un signo de deliberada estrategia política. Justo la contraria a la seguida por Augusto, quien buscó designar lo antes posible, y de la forma más clara posible, a su futuro sucesor. Que estuviese clara la sucesión era algo estrechamente ligado a la estabilidad del poder. La autoridad del Príncipe, tanto dentro de la familia como en el plano político, era indiscutible; de hecho, no parece que existiera una oposición digna de este nombre. Solo en una ocasión, en el 23 aC, hubo por parte de un grupo de senadores una tentativa de poner fin al poder de Augusto, tentativa, por cierto, frustrada y nunca más repetida. Augusto, pues, podía confiar plenamente en el apoyo de sus súbditos y en la lealtad del posible sucesor, por eso podía designar uno sin poner en peligro, ni siquiera mínimamente, su propio poder.

Pero la situación había cambiado profundamente en tiempos de Tiberio. Las relaciones dentro de la familia se caracterizaban por sospechas recíprocas y miedos, al menos desde la muerte de Germánico en adelante: una muerte poco clara, de enfermedad, se decía; pero el mismo Germánico estaba seguro de haber sido envenenado y no eran pocos los que veían en Tiberio al probable responsable (Suet. Tib. 52, 3) Estas sospechas posiblemente no tenían fundamento, pero tuvieron, en el interior de la familia imperial, un resultado devastador en forma de inestabilidad psicológica. Por otra parte, tampoco el clima político general era el mejor. Los primeros acercamientos entre Tiberio y el Senado fueron fríos y marcados por la desconfianza. Con el paso del tiempo, con frecuencia sucedió que los senadores, para congraciarse con el emperador, se denunciaban unos a otros y las condenas contra los denunciados podían llegar, incluso, a la muerte. El resultado final, pues, fue una especie de régimen de terror: Nunca antes como en aquella ocasión la ciudadanía se vio invadida por la angustia y el miedo: sospechosos incluso los parientes; abandonadas las reuniones, evitada toda conversación, toda oreja, conocida o desconocida, que pudiese escuchar; incluso las cosas mudas o muertas, incluso los techos y paredes escrutadas con desconfianza (Tác. An. 4, 69). Fuerte y persistente parece que fue en Tiberio el temor de acabar víctima de una conjura: Tácito cita una carta a los senadores en la que Tiberio confiesa estar su vida atribulada por el ansia ante la sospecha de insidias enemigas (An. 4, 70; parece claro que estas insidias no pueden referirse a enemigos externos; la sospecha se refiere al interior); según Suetonio, Tiberio acostumbraba a decir que se sentía como alguien que tiene un lobo rondándole las orejas (Tib. 25,1). Las sospechas seguramente no eran del todo infundadas. Por otra parte, tampoco entre los senadores descontentos, y que hubieran podido apoyar una conjura, había ninguno que hubiera tenido la intención de restablecer la República. Todos tenían claro, además, que el Senado necesitaba un Príncipe y, por tanto _en el caso de la muerte de Tiberio_ un sucesor. ¿Qué hubiese sucedido si Tiberio hubiese designado un heredero? Los potenciales candidatos eran pocos: existía el consenso general de que no podía tratarse de nadie que no fuese miembro de la familia imperial. Pero, después de la muerte de Druso el Menor, no había en la familia ningún otro candidato de cuya lealtad hubiese podido Tiberio fiarse plenamente. Cualquier otro sucesor hubiera acabado necesariamente por constituir una alternativa al mismo Tiberio. Esto habría reforzado la oposición y debilitado la posición de Tiberio, quizá incluso haber puesto en peligro su vida. Con estas premisas, el rechazo por parte de Tiberio a designar un sucesor obedeció a una clara estrategia política: impedir que la oposición encontrara un punto de referencia en un potencial sucesor y, por tanto, una concreta alternativa personal al príncipe reinante. Esta estrategia evidentemente tuvo éxito: después de todo Tiberio, a pesar del continuo temor a una conjura, permaneció en el poder hasta al 37 y pudo morir en su lecho.

Vista en este contexto, la violenta reacción de Tiberio a la inclusión de los nombres de los dos hijos de Germánico en la plegaria de fin de año adquiere el carácter de una señal política muy precisa: se trataba de dar a entender a todos que no había ningún heredero designado y que la sucesión continuaba siendo una cuestión abierta. Por otra parte había, en la inmediata cercanía de Tiberio, quien usaba un lenguaje bastante más explícito y violento. Sejano, por ejemplo, el poderoso prefecto de los pretorianos y estrecho confidente de Tiberio, estaba siempre dispuesto a interpretar cualquier apoyo a los hijos de Germánico como un acto de insubordinación al Príncipe y a evocar el espectro de una revuelta. Sejano (escribe Tácito) apremiaba insistentemente, denunciando que la ciudadanía entera estaba dividida en facciones, como en una guerra civil; que muchos se declaraban partidarios de Agripina y que, si no se les ponía freno, aumentarían: que no veía otro remedio a la creciente discordia que la inmediata eliminación de algunos de los más temerarios (An. 4, 17, 3; cfr. Suet. Tib. 54)

Es fácil, pues, entender que las relaciones entre Tiberio y Agripina eran cada vez más tempestuosas. En el año 26, una prima de Agripina fue acusada de preparar un hechizo contra Tiberio; Agripina, sintiéndose también ella amenazada, corrió ante Tiberio para defender a su prima y por casualidad lo encuentra realizando un sacrificio a Augusto. Desesperada, Agripina exclama que un sacrificio al divino Augusto no queda bien a quien persigue a la descendencia de Augusto; que el espíritu divino de Augusto no reside en estatuas mudas, sino más bien en ella misma, Agripina, imagen viva de él y nacida de su divina sangre (An. 4, 52) La mirada, que en el camafeo Agripina dirige directamente a Augusto, encuentra aquí una precisa correspondencia. Pero tanto la mirada como las palabras recogidas por Tácito son altamente peligrosas, por cuanto se refieren a un punto débil de Tiberio: no era miembro por nacimiento de la gens Julia, por sus venas corría la sangre de la gens Claudia: sangre indiscutiblemente nobilísima, pero no sangre de Augusto.

La situación se precipitó por una intriga de Sejano: hizo advertir a Agripina, ante personas que fingían ser amigas, que Tiberio maquinaba envenenarla y que se guardase de los banquetes del suegro (Tiberio, por ser padre adoptivo de Germánico). Agripina, incapaz de fingir, recostada a la mesa junto a Tiberio, estaba seria y muda y no tocaba la comida hasta que Tiberio, por casualidad, o porque estaba sobre aviso, para ponerla a prueba, elogiando la bondad de ciertas manzanas, le da una personalmente. Agripina, que últimamente sospechaba, pasó el fruto a los esclavos sin acercárselo siquiera a la boca. Tiberio, sin dirigirse a ella directamente, dijo a la madre que no hubiera sido inoportuno adoptar medidas más severas hacia una persona que evidentemente lo consideraba capaz de veneficio (Tác. An. 4, 54). Las palabras de Tiberio son abiertamente amenazadoras: quien acusa de veneficio al Príncipe se autoproclama inimicus principis y, por tanto, hostis populi romani; las consecuencias son drásticas y potencialmente letales: la enemistad para con el Príncipe y el pueblo romano constituye un delito que se paga con la muerte.

En el año 27, Tiberio se retiró a Campania, para no volver más a Roma. Allí quedó Sejano para controlar la situación. Los resultados no se hicieron esperar. Poco después de la partida de Tiberio, Agripina y Nerón fueron sometidos, primero, a arresto domiciliario y, después, procesados, declarados enemigos del pueblo romano y deportados a dos pequeñas islas del mar Tirreno; probablemente, los dos fueron violentamente maltratados: Agripina perdió un ojo (Suet. Tib. 54, 3; 61,1); los dos murieron en cautividad, Nerón en el 31, Agripina en el 33. Entre tanto, fue acusado también el segundo de los hijos de Germánico, Druso; también él fue declarado enemigo del pueblo romano, encarcelado en el Palatino y dejado morir de hambre en su celda (Suet. Tib. 54, 2). En el 33, pues, de los hijos de Germánico solo sobrevivía Calígula, que, hacia el final del año 30, se fue a vivir a Capri con Tiberio; en el 35, Tiberio hizo testamento, nombrando como herederos suyos a Calígula y a Tiberio Gemelo, su nieto. En el 37, muerto Tiberio, Calígula será proclamado emperador e, inmediatamente después, obligará a Tiberio Gemelo a suicidarse, convencido de que la mera existencia de un sucesor designado ponía en peligro su poder.

¿Cuándo pudo ser encargado, pues, el camafeo y por parte de quién? El período de tiempo en que puede haber sido elaborado es estrecho: la iconografía del camafeo presupone la muerte de Druso el Menor en el 23 y es impensable después del arresto de Agripina y Nerón en el 27. Por tanto, debe haber sido realizado entre el 23 y el 27 como muy tarde; probablemente fuera encargado inmediatamente después de la muerte de Druso, cuando todavía eran muchas las razones para pensar que los hijos de Germánico estaban predestinados a la sucesión. ¿Quién pudo haberlo encargado? Hay dos únicas certezas: debió haber sido un exponente de primerísimo plano de la élite imperial, rico y poderoso, pero no pudo haber sido Tiberio. En el camafeo no hay huellas de los dos jovencísimos hijos de Druso. Sin embargo, sí están en situación preponderante los tres hijos de Germánico: son ellos los que constituyen la esperanza de la gens Julia y, por tanto, del pueblo romano; el primogénito, Nerón, aparece inequívocamente presentado como candidato a la sucesión. El camafeo, pues, hace exactamente aquello que Tiberio evitó siempre hacer: tomar partido respecto al problema de la sucesión. Pero, aunque no conocemos la identidad del que lo encargó hacer, podemos estar bastante seguros del objetivo que perseguía el encargo: el camafeo no pudo ser otra cosa que un regalo y, para un regalo de este calibre, solo hay un destinatario.

La sardónice estriada era enormemente preciosa. Plinio en la Naturalis Historia (37, 78, 204) la menciona en tercer lugar, después de los diamantes y las esmeraldas; el oro, en comparación, ocupa la décima posición. Además, una piedra de estas dimensiones (recordemos que se trata del camafeo más grande que se haya hecho nunca) debió haber costado una fortuna. Un objeto así no podía ser destinado a otro que al emperador. Con un regalo como este el que lo encargó buscaba ablandar al emperador, adivinar sus intenciones, quizá también alentar ciertas decisiones. Bajo el reinado de Tiberio la cuestión de la sucesión se había convertido en algo inescrutable: el emperador se obstinaba en callar y cualquier tentativa de adivinar sus intenciones podía revelarse como un grave error. Quien lo encargó quiso tomar partido y manifestó, así, su fidelidad a la gens Julia, dentro de la cual puso en una posición especial a los hijos de Germánico, presentando a Nerón como candidato a la sucesión.

Recordemos una vez más las amenazadoras palabras que Tácito pone en boca de Sejano: que había muchos que se declaraban partidarios de Agripina, y que, si no se les ponía freno, serían cada vez más: que él, Sejano, no veía otro remedio a la creciente discordia que la inmediata eliminación de los más temerarios. Tácito naturalmente escribió esto ex eventu, sabiendo cómo habían acabado Agripina y sus dos hijos mayores. El camafeo demuestra que este dramático resultado no era fácilmente predecible por los contemporáneos a los hechos. Tampoco por parte de un alto personaje de la élite senatorial (un comitente de rango inferior para este camafeo es impensable). No es probable tampoco que el regalo se le entregara al Príncipe antes de que se diese el incidente de las plegarias de fin de año. Evidentemente, aún después de este incidente, el comitente del camafeo no había perdido su optimismo, permaneciendo firme en su apoyo a los hijos de Germánico, pero este apoyo está lejos de ser considerado una falta de lealtad respecto a Tiberio. Más bien al contrario: proclama en voz alta su fidelidad a toda la gens Julia y la esperanza de que Tiberio escoja finalmente un sucesor, poniendo fin a la inseguridad, a las especulaciones y a las intrigas. El camafeo, como se ha visto, estaba destinado a traer desgracia y muerte: probablemente al comitente, con seguridad a Agripina y sus hijos mayores. De hecho, pocos años después, ninguno de ellos estaba ya con vida.

2 comentaris:

Apiciu ha dit...

Gracias por la lección de historia con la que me ha deleitado.
Saludos

Lluïsa ha dit...

Gracias a usted por su amable comentario. Siempre es un placer recibir comentarios como los suyos.
Saludos