dilluns, 15 de novembre del 2010

DE ATENODORO A HERÁGENES, SALUDOS

Memacterión, Deutéra del mes que acaba, 2º año de la 100 Olimpiada

De Atenodoro a Herágenes, saludos.

¡Χαρε, Herágenes, viejo amigo!

Será ésta otra de esas cartas que esperarán pacientemente en mi escritorio el día propicio para su partida, como serán todas las futuras hasta la reapertura de las rutas comerciales. No importa demasiado, la sola idea de que acabarás leyéndolas y el hecho mismo de escribirte me reconfortan lo suficiente. Por otra parte, ya estoy viejo para confiar en mi memoria y prefiero escribirte cuando los acontecimientos están todavía frescos en ella, si Mnemósine me ayuda y sus hijas tienen a bien visitarme.


Paso, pues, en este apacible dysis y antes de que Selene ocupe por completo su lugar en el firmamento, a relatarte todo lo que en esta nuestra vieja Atenas ha sucedido digno de mención. Sabes bien, aunque tu ausencia es ya larga, que Memacterión no es un mes que se caracterice precisamente por la abundancia de acontecimientos sociales ni grandes festivales. Tras el festival de las Proerosias el mes pasado, la fiesta de la primera labranza, destinado a que las diosas de Eleusis protejan el cultivo y hagan florecer la simiente, hay que aquietar a Zeus Tempestuoso para que tenga a bien darnos un otoño tranquilo y pocas tormentas que puedan dañar el campo o, todo hay que decirlo, castigar mis viejos huesos, que ya no soportan las humedades de esta estación. La Pompa a Zeus Maimaktes, nuestro Zeus ctónico y agrario, se celebró el pasado decate de esta última década del mes. Y como si el mismo Zeus estuviese en disposición de sernos favorable, Helios lució radiante y la Pompa transcurrió sin incidencias: iban, encabezando la procesión, los Hieróforos portando el Dios Koidion (el Vellón de Zeus), el cordero sacrificial y los demás objetos sagrados; les seguía el Arconte Basileús y el Liturgo, acabando el cortejo las jóvenes de las ilustres familias como Canéforas con las cestas llenas de flores. Cuando la Pompa llegó al templo, el Liturgo elevó sus ruegos al dios mientras el Arconte Basileús purificaba a la víctima con agua lustral. El cordero destinado al sacrificio acudió a su fatal destino sin titubeos y los participantes guardaron respetuoso silencio cuando el Arconte Basileús lo degolló con su daga. ¿Qué más se puede pedir? Debió gustarle a Zeus porque todavía gozamos de su clemencia y de la bonanza que Helios provoca cuando el Tonante se lo permite.

Siempre fue tu memoria muy buena, así que recordarás, seguramente, que éste no ha sido el único acontecimiento del mes. Al día siguiente se llevó a cabo el festival en recuerdo de los muertos en la batalla de Platea y, sí, viejo amigo, se hizo a la vieja usanza. No han tomado cuerpo, no al menos todavía, los aires de reforma que se respiraban incluso antes de tu partida. ¿Qué decían? ¡Ah, sí, ya recuerdo! Decían que mucho tiempo había pasado ya desde que Tucídides relatara en su libro, La Guerra del Peloponeso, aquél día de duelo en que el propio Pericles alabó el valor de los caídos y el de los padres cuyos hijos habían perecido en aquella batalla; mucho había llovido, decían, que no tenía sentido hacer exactamente lo que se hizo entonces, que había que restar emoción, que Atenas no podía seguir viviendo en el pasado… ¡Memeces! Afortunadamente seguimos teniendo políticos que valoran la importancia de aquella batalla y el hecho de que fuera la sangre de nuestros jóvenes la que, regando los campos de Platea, hiciera posible la victoria definitiva contra los Persas. Bien merecen, pues, que se les recuerde dignamente, aunque haya que sumirse en llanto mil veces. Y así fue, Herágenes, amigo mío. Atenas se sumió en un profundo duelo en recuerdo de aquellos valientes justo el día después del regocijo que supuso la Pompa de Zeus Maimaktes. Según la vieja costumbre, se expusieron los féretros, que en su día albergaron los huesos de los caídos, y todos los que quisieron se acercaron con ofrendas para llenarlos con ellas. Cuando llegó el momento del entierro, cada una de las tribus llevó en carros el féretro que le correspondía, uno por tribu, y un lecho vacío y completamente dispuesto: el de los desaparecidos que no pudieron ser hallados y recogidos, hasta la tumba pública que se dispuso para ellos en las afueras de la ciudad. En el recorrido tomó parte quien quiso, pero te aseguro, Herágenes, que prácticamente toda la ciudad estuvo presente, tanta era la multitud. En cuanto el cortejo llegó a los pies de la tumba, se depositaron en tierra las cajas llenas de flores y los lechos vacíos y hubo quien, recordando a sus antepasados, lloró y se lamentó profundamente. Se pronunció un discurso de elogio que recayó, tras votación preliminar, en un venerable anciano, un octogenario a quien los dioses han concedido larga vida, nieto de uno de aquellos caídos. Fue tan emotivo, Herágenes, que la multitud se dispersó conmovida y en profundo silencio y respeto por lo que acababa de oír. Ya sabes cuán difícil puede ser eso en una ciudad tan ruidosa como Atenas.

Y poco más puedo ya contarte, excepto que albergo la esperanza de que regreses algún día, no muy lejano, a tu patria donde todavía te esperan tu familia y tus amigos. Espero que las Moiras nos permitan el encuentro. Pero, de momento, es Hypnos el que me ronda y este cansado cuerpo necesita reposo.

Adiós, amigo, y que Tyché te sonría.